LO QUE QUEDARÁ CUANDO NO ESTEMOS AQUÍ

Arlindo Luciano Guillermo.

Decía José Ingenieros, en El hombre mediocre (1913): “Las existencias vegetativas no tiene biografía: en la historia de su sociedad vive solo el que deja rastros en las cosas o en los espíritus. La vida vale por el uso que de ella hacemos, por las obras que realizamos. No va vivido más el que cuenta más años, sino el que ha sentido mejor un  ideal: las canas denuncian la vejez, pero no dicen cuánta juventud la precedió. La medida social de los hombres está en la duración de sus obras…” El párrafo tiene varias aristas de análisis e interpretación que conviene hacerlos en un contexto sociocultural donde predomina la indiferencia por la coyuntura, el desdén por la trascendencia y la creencia de que todo se reduce a logros físicos y válidos para satisfacer necesidades apremiantes. El éxito y el progreso se reducen a los objetos materiales, a la fama, el dinero, los bienes, las propiedades, al consumo y a la frivolidad diaria. 

Se olvida (consciente o inconscientemente) que el fin supremo de la vida en la Tierra es disfrutar la felicidad, la tranquilidad de conciencia y disponer de confort y medios suficientes. Las vivencias, errores o desatinos atroces y leves del pasado ya no se pueden arreglar, negociar ni enderezar. Quien vive anclado del pasado, quejándose como un Jeremías, es un necrófilo, un ciudadano adusto, sin sonrisa en el rostro ni ganas de vivir con intensidad, estancado en el tiempo, sin otra salida que masticar frustraciones y amarguras. El presente cambiante y vital  desafía en cada momento, exige decisiones firmes, exhorta a todos para actuar con inteligencia emocional y  pensamiento crítico. Las vivencias felices siempre se recuerdan con agrado y deleite. Creo que ha llegado el momento de reivindicar la frase proferida por la controvertida Susy Díaz “Vive la vida, no dejes que la vida te viva”. Efectivamente, la vida está hecha para disfrutarla al máximo con la familia y los amigos. ¿Vivimos para trabajar o trabajamos para vivir? Nuestra postura ante la vida dependerá de la respuesta.   
Perder la capacidad de escuchar los consejos atrevidos y las advertencias oportunas del corazón equivale a estar muertos en vida. Se ama una y otra vez, hasta cuando el corazón deje de latir y el cerebro paralice nuestras palabras. Amar es un privilegio. Quien diga “te amo” demuestra, si el sentimiento es sincero y puro, que está vivo, que aún puede sentir el cosquilleo en la barriga, el rubor en el rostro y la emoción escéptica antes de cruzar el límite de la lealtad y el respeto.    

En una clásica canción, el legendario Julio Iglesias, que ya va por los 72 años, dice con categoría de sentencia: “Siempre hay por qué vivir /  por qué luchar  /  siempre hay por quién sufrir / y a quién amar.  /  Al final las obras quedan las gentes se van  /  otros que vienen las continuarán. La vida sigue igual.  /  Pocos amigos que son de verdad  /  cuántos te halagan si triunfando estás  /  y si fracasas bien comprenderás  /  los buenos quedan los demás se van”. La vida tiene un propósito personal, social y profesional. Amar es innato a todos. Nadie vive sin amar. El poder es efímero, las obras materiales o físicas quedarán como testimonio de trabajo, los ejemplos de vida sencilla, honesta y meritocrática sobrevivirán, pero los ciudadanos somos mortales, de carne y hueso, una mezcla de virtudes y defectos, con una fecha de fallecimiento, con caducidad y un límite para vivir. Un día dejamos de respirar y el papel asignado en el gran teatro se acaba. 

Un sabio había logrado todo el conocimiento, la experiencia y la madurez durante los 80 años de vida que llevaba enseñando en escuelas, academias y foros. Cierto día se enteró de que en un lejano pueblo a los ciudadanos se les medía por la felicidad que habían disfrutado. Al pasar por el cementerio leyó en las lápidas: “Vivió diez minutos”, “Vivió dos días”, “Vivió tres  meses”. Con mucha curiosidad preguntó al panteonero por las inscripciones. La respuesta fue la siguiente: el de diez minutos murió a los 48 años, pero solo vivió feliz diez minutos, el de dos días murió a los 60 años, pero solo vivió feliz 48 horas, el de tres meses murió a los 95 años, pero solo fue feliz tres meses”. Le dijo que en el pueblo a los ciudadanos no se les medía por la edad cronológica, sino por el tiempo que vivieron felices.  

¿Cómo nos recordarán nuestros hijos?  ¿Qué huellas dejaremos en la sociedad que nos ve actuar y decidir? ¿Cómo quedaremos en la memoria de nuestros amigos? Hay ciudadanos invisibles cuya vida pasó sin que nadie se diera cuenta. Otros ciudadanos son tan visibles que sus vidas están llenas de escándalo, controversia y dudas. Algunos son ciudadanos que se ubican correctamente en el escenario que les corresponde y desde allí dan todo lo que les permite el talento, el esfuerzo y la inteligencia, sin dejar la sensibilidad, la ética ni la sencillez. Muchos son los llamados, pocos los escogidos para trascender, quedar como un referente para las generaciones  siguientes. A veces se ve la punta del iceberg, pero no la base que está debajo del agua. Se oye a quien grita y vocifera, pero no al que piensa y escucha.

Sin un ideal, una pasión, un sueño, una ilusión o una utopía la vida diaria se hace rutinaria, insípida, sin propósito, carente de ímpetu. Vivir por vivir es acepar que la batalla por la justicia, la decencia y la virtud se ha perdido. Quien ve El Chavo en la televisión piensa que Chespirito (Roberto Gómez Bolaños) aún está vivo. Muchos ciudadanos ya no transitan por la ciudad o las callejuelas del pueblo, pero pareciera que aún viven físicamente. El poeta Jorge Manrique en una copla escribe: “Recuerde el alma dormida,  /  avive el seso y despierte  /  contemplando  /  cómo se pasa la vida,  /  cómo se viene la muerte  /  tan callando,  /  cuán presto se va el placer,  /  cómo, después de acordado,  /  da dolor;  /  cómo, a nuestro parecer,  /  cualquiera tiempo pasado  /  fue mejor”.

FUENTE: DIARIO AHORA

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